No se me ocurre nada peor en la vida que perder a un hijo por una enfermedad letal que se lo lleve delante de tus ojos, que ni todos los tratamientos del mundo puedan hacer nada por evitar que se vaya él antes que tú, por saltarse cruelmente esa básica ley de vida. Seguro que no hay nada peor. Pero yo estoy viviendo algo que siento que es parecido: ver cómo poco a poco vas perdiendo a tu hijo, no físicamente, pero sí emocionalmente. Tengo el corazón roto y sus abrazos no siempre son suficientes para curármelo. Eso es el autismo, un trastorno para quien lo padece, una herida desgarradora para quienes lo engendraron. Leo se va alejando de nosotros, de su familial, de sus amigos, de mi, poco a poco. He tenido que despedirme del niño que pensé que tendría, he tenido que ponerme de luto encubierto día tras día y ver cómo ese niño precioso se aleja irremediablemente y va desapareciendo.
Al principio, cuando era muy bebé, y tenía mucho tiempo por delante para progresar y conseguir alcanzar los hitos del desarrollo que alcanzaban otros niños, nos quedaba la esperanza de que llegaría. Por muy duro que fuera teníamos que encontrar la paciencia necesaria para esperarle, tardara lo que tardara. Ahora, con casi 4 años, voy perdiendo la esperanza de verle hacer muchas cosas. Me entristece, quizás hasta me obsesiona, pensar en todo lo que me he perdido, incluso los pequeños detalles de criar a un niño. Sueño con cosas como que te diga que no quiere ponerse los zapatos. Que se rebele porque no quiere darse un baño. Que te explique lo que ha hecho durante el día en el cole, mientras tú no estabas con él. Que la comunicación sea en las dos direcciones, que te hable y que te escuche, que te entienda. Conocer qué cosas le hacen ilusión y qué otras detesta. Poder leerle un cuento para dormir. Negociar con él para que recoja su cuarto. Razonar por qué hay que compartir los juguetes, poner disciplina, saltarme mis propios castigos. Castigarle. Y no sólo no hemos podido hacer aún estas cosas, lo más duro es que ya no sé si podremos hacerlas, ni éstas ni otras muchas. La distancia se hace cada vez más grande con la edad, en vez de evolucionar, se queda atrás, comportándose como un bebé, pero con cara y cuerpo de niño, aún de niño pequeño, pero sin dejar de crecer, siendo cada vez más difícil de controlar. Él cada vez tiene más fuerza y yo menos. Y de repente te preocupa lo que cualquier padre quiere para sus hijos. Que se haya mayor y siga sin entenderte, sin apenas mirarte, sin importarle lo que sientes o lo que les estás pidiendo, que siga saltándose normas de conducta y que te quedes sin medios para controlarle.
Estoy cansada de dar explicaciones, de sentirme el centro de atención porque mi hijo es raro, porque se quiere comer la merienda de otros niños en el parque, porque no viene cuando le llamo, porque lleva pañal, porque ya es mayorcito para entender según que cosas y sin embargo su madre, yo, no le castiga. Qué niño más maleducado, me han llegado a decir. Porque no pueda ni ir a comprar el pan sin pegarme cuatro carreras porque se escapa. Estoy agotada de compararle con otros niños y ver absolutamente todo lo que me he perdido. Observarles hacer amigos y mantenerlos a lo largo de los años, jugar con sus juguetes, reír de un chiste, hacer cosas de niños en general, con sus ideas estrafalarias y sus imitaciones a los mayores. Cada vez que veo a un niño de 3 o 4 años haciendo el más mínimo detalle de su edad, me entristece, pero he de pasarme el día disimulando. Mis amigas me cuentan las locuras de sus hijos y yo sólo puedo reír las gracias y esconder mi dolor. Tengo que fingir, alegrarme por ellos, en definitiva ser una hipócrita porque el mundo no gira alrededor de mi y de Leo. Más bien es Leo el que no gira alrededor del mundo, él va en una órbita aparte, y yo estoy entre los dos mundos, intentando unirlos sin aceptar que la fuerza de la gravedad del mundo de Leo es más fuerte que yo y que el resto.
Al recogerlo en el cole veo a sus compañeros sentados pacientemente mientras llegan sus padres, recogen su mochila y su chaqueta, les dan un abrazo, los niños les piden que quieren ir al parque, se olvidan la bufanda y van a buscarla. Y yo les miro y, una vez más, finjo que no me duele. Recojo a mi hijo despidiéndome de la idea de que algún día venir a recogerlo al cole será algo parecido. Leo sale impaciente y hambriento, no puedo pedirle que recoja su chaqueta ni su mochila porque no lo hará, es su profesora la que me cuenta cómo ha ido el día, y yo no sé si le apetece ir al parque o a casa, si tiene frío o calor, si le duele la barriga o me ha echado de menos. Nada de nada. La única cosa que Leo hace de forma constante es alejarse de mi, sin parar. Y a veces soy yo quien le aleja, con mis manos, con mis gritos, con mis ataques de ansiedad porque no puedo un minuto más. Porque no sé qué más hacer para que se duerma después de intentarlo durante dos horas agotadoras en las que lejos de relajarse, se sobreexcita, se pone en peligro, corre, salta, grita y se porta mal, hace lo contrario de lo que l e digo e ignora mis doscientos "no". Porque no soporto sus gritos y sus llantos, su insistencia por algo que no debe hacer, su ansiedad porque no para de moverse y hasta su voz me acaba volviendo loca. Son desesperantes sus berrinches cuando quiere algo y tú no sabes qué es, o cuando lo sabes pero tampoco se lo puedes dar y se tira al suelo, se retuerce, grita otra vez, patalea, te obliga a llevarlo en brazos y no hay manera humana de razonar, y sabes que esperar no es la solución porque no se le pasará. Porque me enfado con él a pesar de que no tiene la culpa, y entonces encima, además del enfado, la frustración y la derrota, sé que lo he hecho mal, que he sido mala madre, que no he hecho todo lo que debería haber hecho por su bienestar. He sido humana antes que madre y en el fondo no me lo puedo perdonar a mi misma. Y a la vez sé que mañana volveré a hacerlo mal. ¿Es normal no soportar ni a tu propio hijo? Una vez más en mi vida, siento que he fracasado, pero es peor que un fracaso profesional o personal. Le he fallado a él, y no se merece que a veces su madre, que se pasa el día intentando acortar distancias, sea quien también lo empuja y lo aleja de si misma.
Pensé que el colegio traería grandes cambios, que nos lo acercaría un poquito, pero no. Hay cambios y sus profesoras parecen estar muy contentas con algunos de sus avances, pero yo siento que los cambios han sido pequeños, y la distancia cada día más grande. Y últimamente me derrumbo más a menudo porque me estoy dando cuenta de que Leo no es ni será un niño más. Las experiencias que me he perdido no las recuperaré. Y pensar en el futuro lo hace aún más duro, porque ya no hay tanta esperanza como antes, el vaso está ahora medio vacío. Leo no vivirá la vida como yo. No sé si tendrá amigos, si será independiente, si se enamorará, todas aquellas cosas en las que yo baso mi felicidad. Amor, amistad, familia, trabajo. ¿Qué tendrá él? A nosotros, sus padres, seguro, aunque mi paciencia se quiebre una y otra vez. Pero nos seguirá doliendo que este trastorno que no tiene físicamente un final fatal, se lo esté llevando poco a poco en silencio.